“¡Oh, cielo que estás sobre mí, cielo claro, cielo profundo! ¡abismo de luz! Al contemplarte, tiemblo de divinos anhelos.
Lanzarme a tu altura: ¡he ahí mi profundidad! Cobijarme en tu pureza: ¡he ahí mi inocencia!
El dios está velado por su belleza: así ocultas tus estrellas. No hablas: así me anuncias tu sabiduría.
Hoy has surgido mudo para mí, sobre espumante mar; tu amor y tu pudor se revelan a mi alma espumante.
¡Oh! ¡Cómo no adiviné todos los pudores de tu alma! Has venido hacia mí antes que el sol: ¡hacia mí, que soy el más solitario!
Somos amigos desde siempre: nos son comunes nuestra tristeza, y el fondo de nuestro ser: el sol mismo nos es común.
Como sabemos demasiadas cosas no nos hablamos; callamos y nos comunicamos nuestro saber por medio de sonrisas.
¿No eres tú la luz brillante de mi fuego? ¿No eres tú el alma hermana de mi inteligencia?
Todo lo hemos aprendido juntos; juntos hemos aprendido a elevarnos por encima de nosotros y a sonreír, sin nubes hacia abajo, con ojos claros, a través de lejanías inmensas, cuando a nuestros pies se desvanecen como llovizna, la imposición, el fin y la falta.
Y cuando yo caminaba solo, ¿de qué tenía hambre mi alma por las noches en los senderos del error? Y cuando yo escalaba montañas, ¿a quién buscaba en las cimas sino a ti?
Y todos mis viajes y todas mis ascensiones no eran más que un expediente y recurso de la torpeza. ¡Lo que quiere mi voluntad toda es volar, volar hacia ti!
¿Y a qué odiaba yo más que a las nubes que pasan y a todo lo que te empaña? ¡Odiaba hasta mi propio odio, porque te empañaba!
Me son desagradables las nubes, esos gatos monteses que se arrastran y nos quitan a ti y a mí lo que nos es común: la inmensa e infinita afirmación de las cosas.
Nosotros encontramos desagradables a esos seres entrometidos que son las nubes que pasan; a esos seres mixtos e indecisos que no saben bendecir ni maldecir con todo su corazón.
¡Preferiría estar metido en un tonel, o encerrado en un abismo sin ver el cielo, que verte a ti, cielo de luz, empañado por las nubes que pasan!
Y con frecuencia he sentido deseos de detenerlas con fulgurantes hilos dorados, y al igual que el trueno,, tambalear en su vientre de caldera. Tambalear de cólera, puesto que me roban tu afirmación, ¡cielo puro, cielo sereno, abismo de luz!, ¡puesto que te roban mi afirmación!
Porque prefiero el ruido y el trueno a los estragos del mal tiempo, a ese reposo de gatos, vacilante y mesurado. ¡Y “quién no sabe bendecir debe aprender a maldecir”! Esa enseñanza me ha caído de un cielo claro: aún en las noches negras brilla esa estrella en mi cielo.
¡Pero yo bendigo y afirmo siempre, con tal que tú estés alrededor de mí, cielo claro, abismo de luz! Entonces llevo a todos los abismos mi bienhechora afirmación.
Yo he llegado a ser el que bendice y afirma; y he luchado mucho para eso: yo he sido un luchador para poder tener un día las manos libres para bendecir.
Y mi bendición consiste en estar sobre cada cosa como su propio cielo, su redondo techo, su bóveda cerúlea, y su eterna quietud: ¡y bienaventurado el que así bendice!
Porque todas las cosas se bautizan en la fuente de la eternidad, más allá del bien y del mal, pero el bien y el mal mismos no son más que sombras fugitivas, húmedas aflicciones y nubes de paso.
Ciertamente, esto que enseño es una bendición, y no una maldición: “Sobre todas las cosas se encuentra el cielo azar, el cielo inocencia, el cielo acaso, el cielo ufanía.”
“Por azar”: Esa es la más vieja nobleza del mundo; yo la he restituido a todas las cosas; yo la he librado de la servidumbre del fin.
Esa libertad y esa serenidad celestiales, las he puesto como bóveda cerúlea sobre todas las cosas, al enseñar que por encima de ellas, ninguna “voluntad eterna” quería.
Yo he puesto, en vez de esta voluntad, aquélla ufanía y aquélla locura, cuando he dicho: “hay una cosa que será siempre imposible: ¡lo razonable!” Un poco de razón, un grano de sensatez dispuesto de estrella en estrella, es levadura mezclada a todas las cosas; ¡a causa de la locura se halla mezclada a todas las cosas la sensatez!
Es posible un poco de sensatez, pero yo he hallado en todas las cosas venturosa certidumbre; prefieren bailar sobre los pies del azar.
¡Oh, cielo puro y excelso! Tu pureza reside para mí en esto. Que no existe araña eterna, ni tela de araña eterna de la razón. Que eres como un salón de baile para los azares divinos: que eres una mesa divina para el juego de dados y los jugadores divinos.
Pero, ¿te sonrojas? ¿He dicho cosas indecibles? ¿He maldecido queriendo bendecirte?
¿O lo que hace sonrojarte es la vergüenza de ser dos? ¿Es que me mandas que me vaya y que me calle, porque ahora viene el día?
El mundo es profundo, y más profundo de lo que pudo pensar nunca el día. Hay cosas que deben callarse delante del día, pero el día viene. ¡Separémonos, pues!
¡Oh, cielo que estás sobre mí, cielo púdico y ardoroso! ¡Oh, felicidad antecedente a la salida del sol! El día viene. Sepraémonos, pues.”
Así, hablaba Zaratustra.
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