Ya es viernes. Te levantas muy tarde porque no te han llamado para confirmar la fecha de inicio en tu nuevo trabajo y estás de pascuas obligadas, otro par de semanas... El Sol ya empieza a doblegar tus glándulas sudoríparas, sientes la boca seca y las sábanas ya son demasiado ásperas.
Motivado por el hambre y el deseo de pronta higiene, te entregas presto y riguroso a la cotidianeidad previa a salir de casa. Con el estómago lleno, la cartera a medias, frescura entre axilas y piernas, mentol en la boca y ningún propósito concreto, abusas del aparato móvil para buscar quién te aguante otro fin de semana dionisíaco.
Mejor no pasar por ciertos lugares. De camino a Coyoacán hay que evitar ciertas esquinas, que ya oculta nuestra estrella enana amarilla, todavía saludable, han dejado de estar iluminados algunos rincones en Tlalpan, y doscientos pesos son muy pocos para administrarlos en ocho horas como límite mínimo impuesto por la propia sed de autodestrucción. Mejor subir al metro rumbo al Centro. Otra llamada para tentar al azar, y con suerte un bar cualquiera sobre Motolinia será buena opción. Siempre. Por lo menos hasta que tu compañera de cebada decida entristecerse y ponerse nerviosa porque su cónyuge está cerca y amenaza con violencia, o violencias: el contexto irá determinando la proporción relativa de coerción a ejercer en función de las apariencias...
Una vez más el móvil. Una voz dulce te espera al otro extremo de la urbe. Cuarenta minutos en el largo y pesado amigo naranja, medio kilómetro sobre Avenida Universidad para desgastar la suela, fumar un cigarrillo, y hacerse a la idea de aceptar cualquier destino incierto en una noche que promete. Pronto cambias de compañera y de bar. Ahora estás muy cerca de casa, el taxi llegó antes de parpadear dos veces y de nuevo tienes cebada fría entre los dedos y los labios. Sales a fumar otro cigarrillo y ya te han cerrado la puerta en la nariz. Es hora de cambiar los planes.
Como si el Cosmos estuviese de acuerdo contigo, rápidamente estás conversando con una persona que te agrada bastante y todo fluye de lo lindo. Más fiesta, baile, alcohol y destinos inciertos aguardan sin que lo sepas. No importa, estás decidido a aprovechar cada respiro que te quede antes de ver el alba. Te dejas llevar y el destino pronto te atrapa. No sabes cómo llegaste pero estás ahí, bajo las sábanas, en la sala de una casa bastante hospitalaria, junto a esa persona con quien charlaste, bebiste y movise el cuerpo toda la noche. Cuando confiesa que tiene hambre, y que no recuerda tu nombre, no puedes sino levantarte muerto de risa y llevarla a buscar sustento.
Cuando menos te lo imaginas, ya estás en la regadera, acompañado. El jabón resbala suavemente y después de haber sido inspeccionado de pies a cabeza, descubren en ti bastantes melanomas que no conocías. Es hora de volver a comer, pero en la cama. Una película, una siesta, otro cigarrillo, otra ducha común, y de pronto la espalda, las piernas, los brazos y un dolor de cabeza por encierro te obligan a salir del claustro gratamente autoimpuesto.
Una caminata por Miguel Ángel de Quevedo hasta Coyoacán acaba con el dolor de cabeza, y todavía no sabes si estás listo para dormir de nuevo o para buscar nuevos destinos inciertos. Regresas a casa, todavía acompañado, y encuentras que en la santidad de tu hogar hay aquelarre. ¡Venga a nosotros tu Reino! ¡Oh, Dionisio! Son pasadas las tres de la madrugada y la cama empieza a susurrar al inconciente. Tu camarada no te deja pegar pestaña hasta que la única enana amarilla que has visto en tu vida, vuelve a calentar ese rincón de Universo del cual te has adueñado temporalmente.
Llevas dos días durmiendo de día y soñando despierto de noche. ¡Qué placer! Pero ya es lunes y no sabes cómo terminar este viaje. Tú no tienes obligaciones, sigues esperando que el teléfono suene con una garantía de contratación en aquella dependencia donde te han prometido presupuesto para alimentos. Sin embargo, tu compañera debe viajar fuera de la ciudad para regresar a la Unidad Médica Rural donde atiende urgentes problemas clínicos producto de la cotidiana marginalidad nacional. Así que con toda la pena de tu corazón, te despides en el torniquete de Metro Taxqueña y dices hasta luego a una tremenda velada de cincuenta y cuatro horas que esperas no olvidar, por lo menos hasta la próxima jornada incierta que alcance a durar otro fin de semana entero...
Erik S.G.P.
-21-IV-'09-
Motivado por el hambre y el deseo de pronta higiene, te entregas presto y riguroso a la cotidianeidad previa a salir de casa. Con el estómago lleno, la cartera a medias, frescura entre axilas y piernas, mentol en la boca y ningún propósito concreto, abusas del aparato móvil para buscar quién te aguante otro fin de semana dionisíaco.
Mejor no pasar por ciertos lugares. De camino a Coyoacán hay que evitar ciertas esquinas, que ya oculta nuestra estrella enana amarilla, todavía saludable, han dejado de estar iluminados algunos rincones en Tlalpan, y doscientos pesos son muy pocos para administrarlos en ocho horas como límite mínimo impuesto por la propia sed de autodestrucción. Mejor subir al metro rumbo al Centro. Otra llamada para tentar al azar, y con suerte un bar cualquiera sobre Motolinia será buena opción. Siempre. Por lo menos hasta que tu compañera de cebada decida entristecerse y ponerse nerviosa porque su cónyuge está cerca y amenaza con violencia, o violencias: el contexto irá determinando la proporción relativa de coerción a ejercer en función de las apariencias...
Una vez más el móvil. Una voz dulce te espera al otro extremo de la urbe. Cuarenta minutos en el largo y pesado amigo naranja, medio kilómetro sobre Avenida Universidad para desgastar la suela, fumar un cigarrillo, y hacerse a la idea de aceptar cualquier destino incierto en una noche que promete. Pronto cambias de compañera y de bar. Ahora estás muy cerca de casa, el taxi llegó antes de parpadear dos veces y de nuevo tienes cebada fría entre los dedos y los labios. Sales a fumar otro cigarrillo y ya te han cerrado la puerta en la nariz. Es hora de cambiar los planes.
Como si el Cosmos estuviese de acuerdo contigo, rápidamente estás conversando con una persona que te agrada bastante y todo fluye de lo lindo. Más fiesta, baile, alcohol y destinos inciertos aguardan sin que lo sepas. No importa, estás decidido a aprovechar cada respiro que te quede antes de ver el alba. Te dejas llevar y el destino pronto te atrapa. No sabes cómo llegaste pero estás ahí, bajo las sábanas, en la sala de una casa bastante hospitalaria, junto a esa persona con quien charlaste, bebiste y movise el cuerpo toda la noche. Cuando confiesa que tiene hambre, y que no recuerda tu nombre, no puedes sino levantarte muerto de risa y llevarla a buscar sustento.
Cuando menos te lo imaginas, ya estás en la regadera, acompañado. El jabón resbala suavemente y después de haber sido inspeccionado de pies a cabeza, descubren en ti bastantes melanomas que no conocías. Es hora de volver a comer, pero en la cama. Una película, una siesta, otro cigarrillo, otra ducha común, y de pronto la espalda, las piernas, los brazos y un dolor de cabeza por encierro te obligan a salir del claustro gratamente autoimpuesto.
Una caminata por Miguel Ángel de Quevedo hasta Coyoacán acaba con el dolor de cabeza, y todavía no sabes si estás listo para dormir de nuevo o para buscar nuevos destinos inciertos. Regresas a casa, todavía acompañado, y encuentras que en la santidad de tu hogar hay aquelarre. ¡Venga a nosotros tu Reino! ¡Oh, Dionisio! Son pasadas las tres de la madrugada y la cama empieza a susurrar al inconciente. Tu camarada no te deja pegar pestaña hasta que la única enana amarilla que has visto en tu vida, vuelve a calentar ese rincón de Universo del cual te has adueñado temporalmente.
Llevas dos días durmiendo de día y soñando despierto de noche. ¡Qué placer! Pero ya es lunes y no sabes cómo terminar este viaje. Tú no tienes obligaciones, sigues esperando que el teléfono suene con una garantía de contratación en aquella dependencia donde te han prometido presupuesto para alimentos. Sin embargo, tu compañera debe viajar fuera de la ciudad para regresar a la Unidad Médica Rural donde atiende urgentes problemas clínicos producto de la cotidiana marginalidad nacional. Así que con toda la pena de tu corazón, te despides en el torniquete de Metro Taxqueña y dices hasta luego a una tremenda velada de cincuenta y cuatro horas que esperas no olvidar, por lo menos hasta la próxima jornada incierta que alcance a durar otro fin de semana entero...
Erik S.G.P.
-21-IV-'09-
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